Cada 20 de febrero se celebra el Día Mundial de la Justicia Social, una conmemoración que la Asamblea General de la ONU estableció en 2007 –coincidiendo con el principio de la última gran crisis económica– con el fin de sensibilizar y concienciar a la comunidad internacional sobre la necesidad de erradicar la pobreza, promover el pleno empleo y el trabajo decente, la igualdad entre los sexos, el acceso al bienestar social y la justicia social para todas las personas.

A pesar de que el concepto de Justicia puede remontarse a la Grecia Clásica, la idea de lo Social asociada al mismo apenas si tiene 180 años. Fue dentro del contexto de la I Revolución Industrial, y estrechamente relacionado con la preocupación por la explotación que estaba sufriendo la clase trabajadora por parte de la burguesía, cuando empezó a utilizarse por primera vez el término de Justicia Social tal y como lo entendemos en la actualidad, es decir, como reparto equitativo de los bienes sociales necesario para que cualquier persona tenga una vida digna. En tanto fundamento indispensable, además, para la consecución de la paz universal, el concepto de Justicia Social sería luego incorporado como uno de los principales pilares de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) tras constatar, como se decía en su Constitución de 1919, que “existen condiciones de trabajo que entrañan tal grado de injusticia, miseria y privaciones para un gran número de seres humanos que el descontento causado constituye una amenaza para la paz y la armonía”. La lucha por eliminar éstas, así como otras formas de injusticias que irían apareciendo con el paso de los años, marcaría así el resto del siglo XX. Un siglo que, de hecho, como decía el filósofo español Julián Marías, no podría entenderse sin este término. Como tampoco parece que sean entendibles estos primeros 20 años que llevamos del siglo XXI, en los que el compromiso por parte de los Estados para construir una sociedad más justa se hace más necesario que nunca.

Y lo es porque, desgraciadamente, vivimos en un mundo profundamente injusto. Un mundo donde, según uno de los últimos informes sobre desigualdad que anualmente realiza Oxfam Intermón, 8 hombres en el mundo tienen más riqueza que 3500 millones de personas (la mitad de la población mundial). Un mundo donde más de 10000 personas pierden la vida cada día por no poderse pagar la atención médica. Un mundo en el que las personas afectadas por el hambre no deja de crecer (820 millones en 2019). Un mundo en el que 3 de cada 10 personas carece de acceso a agua potable. Un mundo en el que cada vez hay más personas desempleadas (212 millones el año pasado). Un mundo en el que tener un empleo tampoco te garantiza que puedas cubrir tus necesidades básicas (según la ONU, 1 de cada 5 trabajadores vive en pobreza moderada o extrema).

Aunque algunos crean que es cosa de otros países, la falta de justicia social también afecta a España y a unos niveles, además, alarmantes, ocupando el puesto 21 de los 28 estados miembros de la Unión Europea según el último informe realizado al respecto por la Fundación Bertelsmann Stiftung. Un suspenso en materia de justicia social que confirman, a su vez, otros estudios, como el Informe de Desigualdad de Oxfman Intermón antes citado, según el cual, España estaría en el 4º puesto dentro del ranking de los países más desiguales de toda la UE. Y es que, como revela este mismo informe, la supuesta recuperación que la economía española ha vivido en los últimos años no ha llegado a los hogares españoles, de modo que, “mientras las cifras macroeconómicas son buenas, la de las microeconomías familiares cada vez son peores”. Es más, la pobreza en nuestro país no es solo cada vez más extensa sino más intensa; es decir, no solo hay más pobres sino que estos lo son cada día más. De hecho, el problema de la pobreza en España es tan grave que, a propósito de su visita a nuestro país a principios de febrero de este mismo año como relator especial de la ONU en materia de pobreza extrema y derechos humanos, Philip Alston ha señalado sorprendido que ha estado en lugares que sospechaba que “muchos españoles no reconocerían como parte de su país”. Lugares en los que, como el barrio de la “Cañada Real” en Madrid, el de “Los Pajaritos” en Sevilla o los campamentos de inmigrantes que trabajan en las campañas de fruta en Huelva, la gente vive, según Alston, en “condiciones mucho peores que en un campamento de refugiados, sin agua corriente, electricidad ni saneamiento”. Si bien es cierto que este tipo de pobreza extrema puede que, por su lejanía física y social, nos resulte ajena a muchos de nosotros, hay otra más cercana que podemos ver cada día a nuestro alrededor: la de aquellas personas para las que la precariedad laboral forma ya parte de su vida, alternando períodos cortos de empleo con otros más largo de desempleo, o que, aun permaneciendo en el mismo, cobran un sueldo tan bajo, que, tras pagar la hipoteca o el alquiler, y todos los recibos asociados a la vivienda no pueden llegar a final de mes, o que, para hacerlo, se ven obligados a pedir ayuda a alguna entidad social que reparta alimentos o a apagar la calefacción para ahorrar (más del 40% de la población española sufre pobreza energética). Pobres con trabajo, en definitiva, que pasan frío y hambre dentro de sus casas y viven además con la permanente incertidumbre de quedarse sin ellas, sin ninguna fuente de ingresos o sin ambas cosas a la vez. Y mientras los pobres son más pobres y las posibilidades de salir de la pobreza son, además, menores, los ricos acumulan cada día más riquezas. Según indica el citado Informe de Oxfam Intermón, “el 25% más rico tiene 24,42 de cada 100 euros de riqueza, mientras que el 50% más pobre se tiene que repartir un euros de cada cien”. Una desigualdad que convierte a nuestro país en el 2º de toda la Unión Europea -solo por detrás de Bulgaria- en el que la distancia entre ricos y pobres más ha aumentado en los últimos años.

Este año, la celebración del Día de la Justicia Social ela ONU, promueve los esfuerzos de la comunidad internacional por buscar soluciones para lograr el desarrollo sostenible, erradicar la pobreza; promover el pleno empleo y el trabajo decente, la protección social universal, la igualdad entre los géneros y el acceso al bienestar social y la justicia para todos. Una brecha social que, como hemos visto, no para de crecer en el mundo y que no  lograremos cerrar nunca si no dejamos de pensar que, como nos dicen algunos jóvenes e «influencers», “los que más tienen es porque han trabajado más y, por tanto, no tienen el deber de ayudar a los que tienen menos porque no han trabajado lo suficiente y, por tanto, no se lo merecen”. El problema es que no se trata de dar al prójimo que sufre por generosidad, altruismo o solidaridad, sino de hacer justicia social, es decir, de recordar que todos los seres humanos tenemos los mismos derechos, asumir que todos estamos interconectados y que, por tanto, las decisiones que tomamos cada día afectan, directa o indirectamente, la vida de otras personas y reconocer, en definitiva, que la pobreza no es una etapa anterior a la riqueza sino su lado más oscuro pues el enriquecimiento de unos solo es posible a costa del empobrecimiento de otros.